La felicidad de los antiguos
Ilaria Gaspari empieza su libro con la cita de Epicuro como rescatando uno de los sentidos históricos de la filosofía. De cuando se pensó que de nada servía “saber” si uno no sabía “saber vivir bien” o saber cómo vivir, lo cual me lleva al origen de mi disposición a estudiar la carrera de Filosofía cuando, después de haber cursado Historia de la Filosofía en segundo de bachillerato, reconocí como aquella la asignatura que, sin saberlo, había estado buscando y necesitando durante toda mi vida. Fui a estudiar filosofía porque entendí que aquella carrera sería la que me ofrecería la mitad que andaba buscando, la brújula necesaria para vivir, cierta “formación de la mirada”. Creí que la filosofía me aportaría más calma que tormentos. Sin saberlo, creo que pensaba que la filosofía colmaría mi vacío existencial, mi búsqueda de sentido. Así que, de algún modo, yo también buscaba “curarme” a través de la filosofía. Pero, ¿iba a caerme en el mismo pozo en el que cayó Tales de Mileto frente a la mirada del “sentido común” propio de la sirvienta de Tracia que contempló aquel espectáculo? ¿Tenía sentido andar buscando “el sentido”?
Filosofía y sentido común
Puedo narrar la historia de mis reflexiones desde la infancia hasta la edad adulta como un cuestionamiento del “sentido común” entendiendo a este como el “común modo de pensar de la gente que me rodea”. Cuando descubrí que la filosofía también hacía eso, allá que me fui. Pero, ¿qué es el sentido común? Por “sentido común” entiendo los dictados más prácticos del pensar humano. Consideramos como “verdadero” o “cierto” aquello que funciona socialmente, o sea, que es útil. Es útil comportarse según dicte la comunidad en la que vives para ser aceptado por el grupo. Es “de sentido común” adaptarse al grupo y no cuestionar al grupo. Sin embargo, por circunstancias que están por determinar, siempre tendí a cuestionar las normas reguladoras de la conducta en lugar de adaptarme y cumplir con ellas. Digamos que viví mi infancia “dentro del pozo” recibiendo las risas del sentido común que, desde fuera, acusaban el extraño modo de comportarme. Un “sentido común” que, curiosamente, fue el mismo que condenó a Sócrates a muerte. Sin embargo, para los filósofos antiguos, especulación y vida iban, naturalmente, unidas. En palabras de Pierre Hadot: “todas las escuelas filosóficas de la Antigüedad se negaron a considerar la actividad filosófica como puramente intelectual, como puramente teórica y formal, considerándola en cambio una opción que concernía a la vida y al alma en su totalidad”. Y, en palabras de Ilaria Gaspari: “La filosofía no era un mero ejercicio especulativo sino un compromiso espiritual”. Digo yo que si se filosofaba era para saber ser, estar y vivir y que, ningún sentido tendría esta reflexión si después no se aplicaban sus conclusiones en el terreno práctico. Es inútil pensar que para estar sano es conveniente seguir una alimentación equilibrada y, sin embargo, comer mierda a diario. Pero, ¿actuamos movidos por nuestras convicciones teóricas? Yo diría que esa es la tarea más complicada de llevar a cabo. Ya que la vida te pone a prueba continuamente y no siempre es la razón -por no decir, nunca- el motor de mis acciones que son las que, al final, constituyen mi vida convencida de que no soy lo que pienso sino lo que hago. Y me viene a la cabeza una palabra, precisamente griega, para esta observación: asparkía.
Asparkía
Sin saberlo, por más que estudiara filosofía y aprendiera conceptos que me sirvieran para escoger mi forma de vida, normalmente iba a escoger, no siempre, aquello que menos me conviniera. Recuerdo que asparkía significaba algo así: hacer lo contrario de lo que una sabe que le es conveniente.
Sin embargo, la filosofía, me atravesó y puede que este atravesar propio de la filosofía es la que ha dado origen o potenciado en mi carácter, este modo de conducirme en la vida por los senderos menos convenientes. Esto es lo paradójico. En lugar de comprometerme existencialmente, la filosofía, todavía no sé cómo, me ha “descomprometido”. Pero, como Ilaria, yo sigo creyendo que la filosofía puede ofrecerme cierta “orientación” para comprometerme, para formar una personalidad sólida, propia que “valide” a su vez mi propia identidad.
Así que rescatamos juntas el concepto de eudaimonía. Esa “forma casi heroica de fidelidad a uno mismo, de dedicación a la propia vocación natural, que es precisamente, la de ser felices.”
Y, ¿cómo ser fiel a uno mismo si una todavía no ha validado su identidad personal? Yendo a terapia, claro. Tanta filosofía no podía servirme en mi propósito de alcanzar una orientación vital con la que poder “ser en paz” o estar “suficientemente bien” si no había cierta personalidad validada y reconocida. Era necesario tener ciertos principios para cuestionarlos después. Sin embargo, yo me fui a cuestionar más aún las propias cuestiones que nunca me ofrecieron convicciones estables y duraderas. Mi propósito ahora, por salud mental, es lograr esta personalidad sólida. Las herramientas vendrán siendo la introspección, las seis semanas con Ilaria Gaspari y “Filosofía ante el desánimo” de Jose Carlos Ruiz. Al mismo tiempo, voy construyendo un eje cronológico en el mural que he colgado en mi estudio, donde, a modo de esquema general reconstruyo la Historia de la Filosofía occidental echando mano de otros manuales.
En resumen, vengo a curarme de una vez por todas sabiendo que, seguramente, el secreto es que no hay secreto. Dispuesta a disfrutar de la búsqueda por el placer mismo del buscar y convencida de que dicha búsqueda me ofrecerá islas en las que poder descansar. A priori me considero existencialista, vitalista y perspectivista.
No soy, me hago. Estoy condenada a la libertad.
La vida es aceptación de sus procesos. El eterno retorno como metáfora y cuestionamiento existencial.
La verdad es una cuestión de perspectiva.
Espero que la filosofía sirva para aprender a vivir.
Conócete.
Aprovecho el preludio a las seis semanas con los filósofos griegos de Ilaria Gaspari para obedecer a su título recurriendo al que será mi manual de autoconocimiento en las próximas semanas, previas a la relectura de las seis semanas con los filósofos griegos. No quiero volver a cometer el mismo error de ir a buscar principios sin tener los propios medio claros. Porque tal y como reza la cita de Epicuro, vano es el discurso del filósofo por quien no es curada ninguna afección del ser humano, espero en José Carlos Ruiz la “curación” de mi afección actual: crisis existencial monumental.
FILOSOFÍA ANTE EL DESÁNIMO
JOSÉ CARLOS RUIZ
El autoconocimiento no puede ser más que el punto de partida y nunca, el fin de la existencia. Pero sin punto de partida, ¿qué fin tendrá sentido para mí? Si por algo reclamo el autoconocimiento (para mí) es como esqueleto vital. Como necesidad básica vital. Quiero reconocer mi propia identidad para poder validarla y cuestionarla, si quiero, después. Y no para mostrarla, reconocerla como clara y distinta al resto y auténtica. Para tener un vestido con el que salir a la calle sin sentirme tan desnuda y vulnerable.
Siempre le he dado vueltas a la sensación de vacío que, bajo mi punto de vista, es la responsable del sentimiento de imperfección o insuficiencia que nos habita y del que parece poder estar hablando el autor en la cita de arriba. Y entre esas vueltas que le doy, hay varias ideas. Por un lado, creo que la sensación de plenitud que alguna vez tuvimos en el vientre materno y desapareció en el traumático momento del parto, hace que tengamos “conciencia” de un estado de “Unidad” que hace, a su vez, que encontremos tras la “separación” la sensación de que “falta algo”. Y es cierto, si asumimos nuestra condición humana, nunca volveremos a esta sensación -al menos de manera natural, estable y permanente-. Por otro lado, creo que la propia racionalidad, que son -al fin y al cabo, a gusto de unos y a desprecio de otros muchos- nuestras “gafas de ver el mundo”. Somos así. Nuestra razón es el filtro a través del cual experimentamos el mundo. ¿O solamente uno de los filtros? Y, sabemos de la incapacidad o imperfección del mismo. Así que estamos molestos. Queremos percibir el infinito. Tenemos la idea de infinito, así que queremos también vivir la experiencia de infinitud. Y es que el mundo sensible está lleno de falta de sentido, de desgarros, de tropiezos que hacen que la línea a la que aspiramos se rompa vez tras vez. Nuestra mente, no siempre dispone de la información necesaria para responder a los interrogantes que, sin embargo, sí puede plantearse. Y eso, también produce frustración. Sentimiento de insuficiencia. Y, además, cuando tenemos relaciones sexuales potentes, de esas en las que la mente calla, el cuerpo experimenta una sensación de “Unidad” que se acerca a la que busca nuestro espíritu. Tras el orgasmo, de nuevo, la separación, el desgarro y la sensación de insuficiencia o de imperfección. Puede que, por unos segundos, hayamos logrado sentir lo indecible. Nos resignamos a aceptar que nuestras palabras jamás podrían expresar la experiencia vivida. De nuevo, imperfección.
Mi vida transita entre esta búsqueda de “Unidad” y la aceptación de mi condición humana, la rendición a mi racionalidad, asumir que soy la que soy, insaciable, precisamente por mi condición humana. La insatisfacción me acompañará siempre, así que la tarea, más que alcanzar la “Unidad” ha de ser la de hacer cosas que hagan que me sienta “suficientemente satisfecha”. Y nada más. Claro, a ratos, sabe a tan poco…
Sí, puede que para escribir lo que quiero escribir, necesito de una paciencia y una entereza tan serena que puede que lo consiga cuando cumpla -si los cumplo- ochenta años.
Me atraen las personas que parecen habitar en esa sensación de “Unidad” o que, tal vez, anden más cerca que nosotros. Y tendemos a ellos. Queremos aprender. La sorpresa llega cuando el uso de psicotrópicos es el medio para alcanzar el fin. ¿Eso no son trampas? Pues, seguramente, no. La palabra “trampa” se parece a la de “pecado” y si con la “trampa” se llega a un “mal viaje” nos parece que, ha llegado su “castigo” por hacer trampas. Es el riesgo que corremos, presos del ansia por alcanzar lo meta-humano.
Y, a medio camino, encuentro en el yoga un placer que transita de la serenidad a lo salvaje y me pregunto si acaso no será la serenidad producto de la conexión con lo salvaje. Y me invade la filosofía con sus mierdas: que la naturaleza humana no existe; que el concepto de “lo natural” está condicionado lingüísticamente; que no tenemos ni puta idea. Que estas gafas dan para lo que dan y no dan para hablar de “lo natural”. Y mira, yo que no me lo acabo de creer. Que, aunque no pueda quitarme las gafas, puedo comprender que su existencia limita el acceso a ciertas partes a las que la intuición sí que llega. Y no, no hablo de la intuición cartesiana a través de la cual se llega a las verdades más claras y distintas. Sino de la otra.
El autor de “Filosofía ante el desánimo” sostiene que el sistema se aprovecha de esta sensación de vacío que nos habita agrandándola y vendiéndonos humo para que no dejemos de consumir. José Carlos, en ningún momento habla de las mismas causas que expongo yo para la sensación de vacío que nos caracteriza. Bajo mi punto de vista, esta sensación la hemos tenido siempre. Bajo su punto de vista, no sé si nace con la era de la personalidad o si, más bien, la era de la personalidad se ofrece como alternativa a dicha sensación.
El caso es que el ser humano, consciente de que “le falta algo” y que ese “algo” no es material, trata de encontrar eso que le falta y que el sistema se aprovecha de esta “búsqueda universal” para ofrecer -primero cosas materiales- ahora, cosas inmateriales como la conquista y exhibición de una personalidad que pasa por la búsqueda de identidad, rescate de la autenticidad y muestra de la misma en redes.
Esta exhibición nos fuerza a buscar continuamente estímulos que nos provoquen la sensación de “llenado” pero esta, siempre es fugaz. La fotografía nos ofrece la posibilidad de eternizar los momentos, pero los momentos, siguen siendo momentos. Y me pregunto si no será eso lo máximo a lo que podemos aspirar -vivir los momentos- y, en lugar de eso, los disfrazamos y forzamos para que queden bien en pantalla, de tal modo, que no damos tiempo al organismo para extraer los nutrientes de la propia experiencia. Y pasa lo que pasa.
El sistema nos ofrece las entradas de un espectáculo que nos maravilla, vamos al teatro y regresamos ilusionados por no sucumbir a la decepción que supondría admitir que existe truco, a saber, que se aprovecha de nuestra sensación de vacío para llevarnos de uno a otro lado.
“El objetivo del truco pasa por mantener el hechizo el máximo tiempo posible.”
La fórmula secreta se resumiría como sigue: el secreto para llenar el vacío que te habita consiste en conocerte a ti mismo, rescatar tu autenticidad y mostrarla tal cual; sólo así llegará tu éxito. Habrás logrado una personalidad exitosa que no depende de edades sino de esta búsqueda y de su continua exhibición.
¿Quién sale realmente beneficiado con todo esto?
En definitiva, y en palabras del autor: “evitamos activar los mecanismos de pensamiento crítico a favor de una política de la distracción y del entretenimiento”.
Y ahora, mi coherencia, me llevaría a colaborar con el discurso de mi colega investigando acerca de los “mecanismos de distracción” que el mismo pueblo ha puesto en marcha desde tiempos inmemoriales para paliar esta sensación de vacío que, inevitablemente, habita al ser humano sea por el desgarro del parto, sea por los conceptos a priori de infinitud o perfección o por lo que mierdas sea.
En Grecia el teatro, en la Etapa Helenística, la idea de “felicidad”, después, en la Edad Media, Dios. Progreso y Razón en la etapa premoderna, Capital y Beneficio -o bienes materiales- con la llegada del capitalismo y, ahora que tampoco eso nos ha satisfecho, “autoconocimiento”, “éxito”, “personalidad auténtica”. Y no me equivocaría si digo que, a lo largo de toda la historia del ser humano, además, consumo de drogas -bien por resignación, bien por esta ansiada búsqueda eterna de satisfacción-.
En fin, la historia de la insaciabilidad humana.
entretener
Conjug. c. tener.
1. tr. Distraer a alguien impidiéndole hacer algo. U. t. c. prnl.
2. tr. Hacer menos molesto y más llevadero algo.
3. tr. Divertir, recrear el ánimo de alguien.
4. tr. Dar largas, con pretextos, al despacho de un negocio.
5. tr. mantener (‖ conservar).
6. prnl. Divertirse jugando, leyendo, etc.
Me quedo con la acepción dos y resalto en negrita ese “algo” como “sensación de vacío” que nos habita y se muestra desgarrador cuando nos aburrimos, se acaba aquello que habíamos utilizado como “vía de escape” o cuando, por lo que sea, paramos.
Vías de escape han sido y siguen siendo varias: deporte, relaciones sexoafectivas, drogas e incluso trabajo.
Encontrar el “sentido de la vida” que sería la aceptación del vacío y la “creación consciente” de sentido es el problema más grave que como humanos, nos habita. Y si tenemos este “problema” es, precisamente porque tenemos consciencia del vacío y necesitamos, por supervivencia, llenarlo.
Toda la vida hemos tratado de “entretenernos” de la sensación de vacío y mi tesis sería esta: que toda ocupación humana busca la supervivencia biológica (a través del trabajo) y emocional (a través del entretenimiento, el cual, ha ido variando con los tiempos).
Pero ahora, nos ocupa la actualidad. Y el autor del libro que me acompaña en mi empresa, relaciona el reclamo de hoy con el de la época griega: “conócete a ti mismo”. Entretente buscándote a ti mismo y acaba con la sensación de vacío que te habita. Algo así sería.
CANSADO DE MÍ: EL EXCESO DE IDENTIDAD
“El “conócete a ti mismo” es una pesada losa que nos acompaña y nos impide liberarnos de lo que somos porque da por sentado que somos algo que se puede conocer…”
Efectivamente. Menuda mierda. Por partes.
La psicología habla de una necesidad universal humana: la del reconocimiento. Una persona consigue el autorreconocimiento gracias al reconocimiento del otro. Una persona valida su identidad si otro la valida. Así que en la infancia es muy importante recibir este reconocimiento para que en la edad adulta uno tenga más garantías de bienestar emocional. Digamos que, sin este reconocimiento, el adulto andará muy perdido. Sin embargo, el desconocimiento, el malestar emocional o las circunstancias particulares de cada familia no siempre ofrecen las herramientas afectivas que los seres humanos necesitamos para crecer emocionalmente sanos. Y, en consecuencia, vivimos entre seres humanos que necesitan, como sea, ser reconocidos. Hay quien se lo monta bien: va a terapia, tiene fe o se resigna a aceptar el esquema vital general sin reparar demasiado en los malestares internos ni molestar demasiado a nadie. Y hay quien vive preso de un estado de insatisfacción tan profundo que no se aclara de ninguna de las maneras.
Soy de las segundas, sí, pero no dejo de buscar la forma de ser relativamente feliz sabiendo que debo aspirar al “suficientemente satisfecha” que recuerda mi psicóloga cada vez que me aqueja la insatisfacción crónica. Y oye, se ve que está justificada mi carencia. Que no recibí ni el reconocimiento ni la validación de identidad que necesitaba en mi infancia. Se ve que ella hace este papel ahora que tengo ya mis treinta y tres. Ella y yo, tirando de la cuerda que me ayuda a salir del pozo al que caí como Tales de Mileto. Ella sería quien me lanza la cuerda hacia el fondo del pozo en el que estoy yo. Yo quien agarra la cuerda y va buscando los huecos en la pared donde apoyarse para seguir subiendo sin demasiados riesgos de caer de nuevo.